Mestizaje



Una realidad latinoamericana*
19 de abril: Día del aborigen americano establecido en Argentina en 1945

Desde el filo de un cerro, - en el cordón de las Sierras Chicas de Córdoba de la Nueva Andalucía, como la llamara al fundarla en 1573, aquel andaluz nacido en Sevilla, generoso y pacífico, Don Jerónimo Luis de Cabrera - un aborigen moreno, de mediana estatura, vistiendo una especie de camiseta larga y rústica había divisado a la mujer lavando unas ropas en el estrecho arroyo. La vegetación enmarañada, propia de los valles cordobeses, sería testigo de una de las tantas historias que comenzaron a repetirse entre los pobladores naturales de estas tierras y los colonizadores, algunos, y conquistadores otros, que llegaron desde Europa.
Todas las mañanas a la misma hora, él la contemplaba con su ojo avezado sin ser visto. Ella canturreaba en español. El nativo de barba oscura, rasgo típico de esta etnia, no alcanzaba a escucharla y de hacerlo no le entendería.
De tanta observación, llegó el día en que decidió bajar del cerro abriéndose paso entre los arbustos como un puma silencioso. Logró acercarse hasta la joven, y tácitamente la acosó desde la otra orilla del cauce angosto y cristalino.
Arriba, un cielo azul-celeste límpido donde brillaba el sol.
Abajo, una historia por iniciarse.
Siete soles habían nacido y otros siete hubieron de morir detrás de los cerros cordobeses, desde el avistaje de la mujer de pelo negro ensortijado. Para entonces, la osadía del comechingón,  apoyada en la calma de esa mujer distinta, iba en aumento.
Su piel, sus caderas redondeadas y sus pechos blancos apareciendo en el profundo escote, el que admiraba aún más, cuando ella se agachaba a meter y sacar la ropa  varias veces del agua, enardecían su sexo.
Otra semana tardó el comechingón en pisar la ansiada orilla más por indecisión que por distancia. Hacía días que rodeaba el cerro y venía por la quebrada, asegurándose de estar antes que la mujer blanca. Parado,  al descubierto, seguro, esperó casi todo el día y terminó marchándose al anochecer loco de furia.  Ella no llegó.
La vigilancia desde el llano continuó a pesar de la ausencia. A la tercera jornada, el hombre cruzó a la otra orilla del arroyo y se quedó agazapado tras un cúmulo de arbustos bajos que no superaban el metro de altura, una mixtura de carquejilla, peperina y algún piquillín joven.

Esa vez, la mujer blanca volvió con su cesta desbordante de  ropa para lavar y, conocedora del lugar palmo a palmo, lo presintió. Siguió su camino hasta el cauce de agua como si nada pasara y se dispuso a cumplir con su misión. No terminaba aún, cuando un movimiento brusco que agitó su alrededor, la sobresaltó. De repente, se sintió elevada por los aires en brazos de un ágil corredor que la condujo a la orilla de enfrente para internarse en la quebrada hasta una especie de gruta cavada en la piedra. Micaela no podía articular palabra ya que una mano fuerte le tapaba la boca. Bien sabía que los indios de la zona no cabalgaban aún y que el caballo no era conocido en estas nuevas tierras sino que había sido traído por los españoles con fines de colonización y sólo ellos los usaban.
Sus ojos negros parpadeaban incesantemente viendo traspasar matorrales, espinillos y plantas desconocidas, que parecían esfumarse en la carrera pedestre.
En la cueva, el comechingón agitado y sudoroso la acostó sobre la tierra limpia de piedras y yuyos, arrodillado a su frente se quedó mirándola. Ella no se resistió,  pero sin embargo se incorporó y valientemente le clavó sus ojos en los de él, los que para su sorpresa no inspiraban miedo. Observó su vincha tejida en lana de colores vivos y sus adornos en brazos y cuello hechos con tiras de cuero de guanaco. Una sensación agradable la recorrió. Él,  le rozó la cara y le tocó el pelo, luego la olió. Micaela siempre había escuchado a su padre defender a los pobladores de estas lejanías australes, por lo que había ganado la confianza de muchos de ellos. Le había enseñado a no temerles.
La barba negra del nativo le recordaba a su primo Miguel,  ése que vivía lejos de Córdoba, en la pampa húmeda, allá en Santa Fe de la Veracruz. Micaela hizo lo mismo que su raptor: le tocó la tez, luego su cabeza y por último, lo olió. Fue suficiente. Él la empujó hacia la tierra oscura y la poseyó sin resistencia.
Mutuamente aprendieron algunas palabras de sus respectivas lenguas y poco a poco comenzaron a comunicarse.  La gruta en el cerro, se convirtió en el hogar que no tenían.
Don Ismael Alcántara Sorallo, el padre de Micaela, fue el único que conoció el romance. Una tarde, su hija volvió del cerro vistiendo  una falda larga tejida y una camiseta corta adornada con laminillas de caracol de tierra. Salvador, como habían bautizado en secreto al comechingón, le había regalado el atuendo. Otro día, la joven llegó adornada con pulseras de semillas.   Su peinado partía el pelo al medio y se recogía con una trenza.
El viejo sevillano meneó su cabeza sin que su hija lo viera y supo que desde ese día la había perdido para siempre. Se consoló pensando que prefería la nobleza de Salvador a la avaricia de Miguel, ese pariente que pretendía a Micaela.


Meses más tarde, nacía Encarnación, mestiza, fruto de la unión de dos razas,  dos mundos, un amor.

2013


*Natalia Hochea, la joven de la fotografía, se hizo un análisis de ADN que determinó que tiene linaje comechingón por la parte materna. Trabaja para visibilizar y recuperar lo indígena (La Voz.com.ar)

http://www.lavoz.com.ar/ciudadanos/los-cordobeses-tenemos-algo-de-indios


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Comentarios

  1. Las guerras, los desprecios raciales, los odios religiosos, los rencores políticos y las discriminaciones sociales tienen un contrapeso único e infalible: el amor.
    Que bello cuento de amor para conmemorar y reivindicar al aborigen americano!!!

    Saludos

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  2. Respuestas
    1. Gracias Alfa Fiaris, un gusto que estés aquí, como siempre. Abrazos

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Alimento del alma

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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)