Él



Trinidad Pereyra nunca había entrado a tan suntuoso edificio de pisos de mármol y altas columnas. Con la ayuda de algunos letrados que caminaban por los pasillos tribunalicios y un joven ordenanza que conducía el ascensor, logró llegar hasta la oficina de la Asesoría que la había citado. Si bien subió por las amplias escaleras, segundos antes estuvo por tomar el ascensor hasta el segundo piso. Pero la desconfianza le hizo rechazar la idea. “¡Qué iba a andar ella en Ascensor, si ni sabía casi lo que era!”, reflexionó. Varias personas se agolpaban frente a una especie de mostrador de madera oscura, al que llamaban “barandilla”. Por fin, había llegado al lugar indicado.

 

Siendo de Traslasierra, Trinidad había viajado toda la noche para llegar hasta la gran orbe.  “¡Cuánto  tiempo que no bajaba a la Capital!”, pensó.

“Desde aquel invierno en que, como última instancia, internamos a papá”, recordó y revivió lo vivido unos años atrás, en aquel gran Hospital que quedaba cerca de la Terminal de buses. En ese entonces, fueron vanos los esfuerzos por retenerlo, su tata se le había escapado rumbo al cielo nomás. . .

Siendo de Traslasierra, Trinidad había viajado toda la noche para llegar hasta la gran orbe.  “¡Cuánto tiempo que no bajaba a la Capital!”, pensó.

 

“Desde aquel invierno en que, como última instancia, internamos a papá”, recordó y revivió lo vivido unos años atrás, en aquel gran Hospital que quedaba cerca de la Terminal de buses. En ese entonces, fueron vanos los esfuerzos por retenerlo, su tata se le había escapado rumbo al cielo nomás.

 

Callada y quieta observaba el panorama, escuchando a hombres y mujeres hablar un lenguaje desconocido. No entendía nada, pero según el párroco de su pueblo, tenía que obedecer la Ley y debía presentarse. Mientras se convencía a si misma de no salir corriendo de aquel recinto, lleno de gente bien vestida, recordaba el consejo de aquel personaje pueblerino a quien le tenía mucho respeto. Replicando a sus propios pensamientos se encontraba, justo cuando una gentil y joven empleada se acercó hasta ella, preguntándole si estaba citada, a lo que Trinidad respondió afirmativamente extendiéndole el documento que apretaba entre sus manos húmedas.

_ ¡Uy! Ya casi es la hora. . . ¿Ud. vio si llegó la otra parte? Demandó la escribiente.

_ ¿Quién, Él? No, no, respondió la mujer. Ambas, con paso ligero se encaminaron hacia la “sala de audiencias” según rezaba una placa de bronce bien pulido que resaltaba, junto a la puerta de dos hojas. “El corazón se me va a desbocar”, vaticinó Trinidad. Una ola de calor interno le arrebolaba sus mejillas.

¡Cuánto tiempo hacía que no lo veía! (a Él)

 

Casi no tuvo memoria durante todos los años que pasó trabajando en los corrales, vendiendo chivos para el sustento y la inversión que debería afrontar más adelante. Pero ahora, en un lapso sin mensura, con la rapidez de pensamiento que el nerviosismo le provocaba, lo recordó: Buen mozo, con el pelo volando al viento, encima de ese caballito bayo que tanto le gustaba a ella, más cuando andaba desensillado, llegando a la humilde casita, enclavada propiamente al pie del cerro más alto del cordón montañoso, cuyas elevaciones se perdían entre las nubes. Se vio tomada del brazo de Él, saliendo de la capilla, con un vestido rosa, corto y sencillo, porque se casaba de apuro. “Si está de encargue m´hija no se vista de blanco” le había dicho su madre.

Y recordó que Él no quería tener a la descendencia que venía, menos casarse; pero, sus padres y los de ella lo habían  obligado. Y no era porque no la quisiese. Para entonces, Él se había enamorado de ella, pero le escapaba al casorio.

Trinidad, presa de su enamoramiento le había entregado su castidad, sin dudarlo. Pensó que Él le respondería bien, como todo un hombre. Pero sin embargo no fue así. A los cuatro meses de su embarazo tuvo que afrontar una pérdida muy fuerte y su legal esposo no estaba a su lado. Se ausentaba por días, con la excusa de tener que ocuparse del ganado de su padre. Después se enteraba que el jovencito, aunque bien casado, se emborrachaba con sus amigos en el boliche de San Javier. Se portó mal, muy mal, pensó Trinidad, atravesando junto a la Escribiente la gran puerta de madera oscura.

 

“Perdió el embarazo, no sos bienvenido en esta casa” le había dicho su padre cuando, a los quince días del percance, Él se dignó a conocer lo sucedido. Esa fue la última vez que Trinidad alcanzó a verlo desde la ventana de su habitación. Lo recordó, claro que lo recordó, en noches de lágrimas y soledad sin más compañía que la de la luna, cuando ovillada en su cama, abrazando su vientre, lo imaginaba jugando con su pelo, regalándole un durazno maduro de las plantas que cultivaba su madre. Luego, a medida que el tiempo transcurría, fue dejando de llorar.

 

En el interior de la sala, todo cambió. Se sintió más fuerte que nunca, con firmeza se dirigió hasta el escritorio frente al cual, Él estaba de espaldas. Una idea le había cruzado como un relámpago por su cabeza. La funcionaria, amable, la invitó a sentarse e inició la audiencia acompañada por otra empleada que escribía todo aquello que la Asesora le indicaba. Él quería disolver ese vínculo jurídico que los unía y esperaba hacerlo por el trámite más expeditivo y breve: El Divorcio por presentación conjunta o por mutuo acuerdo según explicó la Asesora, quien habló de sus bondades y lo aconsejó, ya que no habiendo hijos ni bienes, era lo más adecuado. Ella tenía que aceptar y nada más. Él correría con los gastos del juicio. Habría un solo abogado para ambas partes, cuyos honorarios también los soportaría Él, así, porque la Ley lo autorizaba.

Todo resultó más simple de lo imaginado. Cuando la audiencia o etapa previa a la iniciación del juicio de Divorcio, (según se tramita en la justicia cordobesa), terminó, ambos firmaron el acta, se llevaron una copia y tras el saludo de la Asesora de Familia, salieron al pasillo.

Trinidad sabía que éste era el comienzo y que más tarde tendría que enfrentarse nuevamente a Él, en la audiencia de Divorcio propiamente dicho ante la Cámara, según les había informado la Funcionaria, sin embargo no lo había mirado siquiera.

Él, quiso acercarse para decirle algo, presupuso ella, pero sus balbuceos quedaron flotando entre las paredes altas y los pisos brillantes. Casi corriendo salió del Palacio de Justicia y gastándose los pocos pesos que tenía encima, tomó un taxi hasta la Terminal de ómnibus. En ese momento sólo pensaba en llegar a Luyaba para darle un abrazo bien fuerte, a Luciano, su hijo querido.



2012
Corregido 2013



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Alimento del alma

Alimento del alma
Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)