“Pensar que yo
lo veía venir” murmuró Don Prudencio Bustos en el Bar del pueblo. No era cosa
de suponer, así como así, por cualquiera, claro. Se requería conocimiento,
ilustración y una chispa de ingenio para avizorarlo. “Tanto va el cántaro a la
fuente”, repetía.
Su reflexión
era, de hecho, sorprendente, ya que nadie fue capaz de pensar en aquello que él
mismo sugería.
El revuelo que
causó esa última inspección y después, la muerte del hijo del Juez de Paz,
reducida a un “De eso no se habla”, amordazaron las dudas sobre aquella
enfermedad que se llevó al único futuro abogado de “Las perdices”.
El arribo del Ingeniero
de mejillas rosadas y ensortijado pelo rubio venido de la gran ciudad, con su
casi destartalada pick-up Chevrolet, restableció los comentarios.
Mientras
buscaba peones para la obra, que estimaba en mes y medio de duración, el mismo
pensaba: “Estos viejos bichos del campo tienen un sexto sentido, no sé por qué
me miran y algo murmuran”
Pululaban los
chismes y comentarios sobre lo que había descubierto Don Prudencio en aquél
pueblo chico, de polvorientas calles y casas antiguas, olvidadas de progreso y
detenidas en ese tiempo glorioso, allá, en la época en que el ferrocarril fue
todo un acontecimiento. Sin embargo, regía en el lugar el Secreto de Estado y
nunca (el Ingeniero) pudo enterarse, ni siquiera cuando lo visitó el viejo
médico a raíz de esa fiebre rara con vómitos y diarrea que lo volteó a la cama
y lo desmayó en la obra. Menos, cuando unos fuertes dolores de cabeza casi lo
dejan otra vez sin poder trabajar, a no ser por las curas santas de Celia, la
mujer del almacenero.
El escozor en
todo el cuerpo lo molestaba bastante y muchas veces se rascaba, incluso en la
obra, pero por suerte no aparecía a diario.
Casi al fin de
su contrato, después de dos meses había perdido algo de peso y estaba un poco
pálido; le quedaba poco tiempo al foráneo para terminar la obra y marcharse del
lugar. En las ocasiones en las que, con su trípode al hombro y su teodolito en
la mano, preguntaba por la comidilla murmurante, sus peones, achicaban los ojos
negros desconfiadamente y se le escapaban del tema.
Llegó el día
en que el Ingeniero cobró coraje y con una valentía desconocida, arrinconó al
Capataz, el más lúcido, entre sus peones y le requirió sobre el motivo por el
cual, creía que personas del pueblo lo criticaban o murmuraban a su costa; pero
el hombre se excusó alegando no saber el porqué. Ese día, el “gringo” como lo llamaban, se marchó
cansado y angustiado sin poder conocer la verdad. Estaba apurado en regresar a
la ciudad, ya se había quedado sin sus antialérgicos y el picor volvía. Sabía
que luego regresarían los dolores de cabeza y tenía que continuar trabajando en
otro pueblo.
Sería la última
noche que pasaría en “Las perdices”. Sería la última noche que dormiría en el
ex Lupanar de Madame Ninón, sin clientes desde la última clausura y ahora
convertido en la precaria posada, “Doña Isabel”.
2015
Si señora, muy bien narrado y un gran final. Mucha fuerza encuentro en tu relato.
ResponderEliminarBesos fuertes
tRamos