Las tertulias en casa
de los Del Pino eran monótonas. Rafael tocaba la misma melodía en el
destartalado clavicordio y su hermana Magdalena, el arpa, por cuyos sonidos su
madre sentía devoción. Los más jóvenes se divertían jugando a los naipes y
haciéndose alguna broma. A las seis de la tarde, más en invierno, era norma,
regresar cada uno a su casa. A veces se servía el chocolate caliente con bollos
de anís que la esclava Clementina preparaba con dedicado esmero y que la dueña
de casa ofrecía gentilmente. María Elena siempre bordaba su ajuar en espera del
ansiado novio que algún día llegaría de
Londres.
Manuela Cuenca y Trillo
se aburría. Tendría unos dieciséis años y si bien ya estaba en edad de merecer
se oponía a los “convenientes” pretendientes que su padre le buscaba y
conseguía. “Vas a tener que decidirte hijita, si no el que va a elegir seré yo”
le rumiaba en sus oídos, cuando ella se retiraba a sus aposentos despreciando a
comerciantes, militares o hacendados que su progenitor invitaba a cenar con el directo
fin de casar a su hija. A Manuela no le gustaban las tertulias en casa de sus
primos y con Magdalena tenían un roce especial e innato: ambas no se
soportaban. Sin embargo, en aquellos años de comienzos de 1800, en el
Virreinato del Río de la Plata, ésas eran las costumbres y había que
respetarlas en la vanguardista ciudad de Buenos Aires. Buscando un interesado
equilibrio, Manuela cumplía con ahínco otra de las costumbres de la época:
asistir a misa. Marchaba diariamente a la misa de 11 de la mañana que Fray
Cecilio Loyola daba en un latín sonoro e incomprensible en la Iglesia de San
Nicolás de Bari, donde funcionaba el Convento de las monjas Capuchinas. Llevaba
flores blancas del huerto de su casa y no faltaba nunca, aunque lloviese. Su
madre, una criolla de estirpe, le rezongaba antes de salir en uno de esos días
de llovizna porteña: “Después no te quejes si el barro te ensucia el vestido” y
de paso comentaba con su esposo: “Me parece que esta hija nuestra va a terminar
haciéndose monja, va tanto a las capuchinas” comentario que el Gral. Cuenca no
aceptaba con agrado. Él tenía otros planes para Manuela. Sin embargo, ella
había elaborado los suyos, muy distantes de ingresar a una orden religiosa.
Bernardo, un mulato hijo de un negro esclavo traído del Brasil y de una
española arrojada de su hogar y abandonada en el campo, la acompañaba todos los
días a misa por estricta disposición del General. Porque no podía siquiera
imaginarse que una señorita anduviese sola. Debía llegar a la casa de Dios
custodiada o acompañada de su madre, hermanas u otros parientes. Para entonces,
Manuela había trabado amistad con una prima de la esposa del joven y apuesto
abogado, Mariano Moreno, llegados unos meses antes de Chuquisaca, ciudad del
Alto Perú. Con Consuelo Arteaga, se encontraban en los bancos parroquiales y
entre sonrisas y murmullos se encomendaban a la virgen y aprovechaban el rito
religioso para hablar de sus amores imposibles. Para el caso que se presentara
algún problema, ambas serían testigo de cargo recíprocamente. Picardías de la
juventud que, antes que las ideas revolucionarias, indicaban el comienzo de una
rebelión en el corazón mismo de la sociedad. Desde pequeña, cuando en el
polvoriento patio de atrás de la casa jugaba con sus primos y algún invitado al
“gallito ciego”, Manuela, había puesto sus ojos en un morenito que los espiaba
desde arriba de un corpulento y tupido sauce.
La historia de sus
padres habría de repetirse en la vida de Bernardo. Tuvo la desgracia de
enamorarse de Manuela sin sospechar que ella ya lo estaba de él desde niños.
Sus idas y venidas a misa eran los momentos en que estaban juntos. También en
el huerto, pero el lugar era más peligroso, a pesar de que ambos habían
experimentado allí su primer beso. Cuando Manuela descendía del carruaje, se
apretaban fuertemente las manos en señal de amor recíproco. Ella le había
regalado un pañuelo suyo y él unas semillas rojas, brasileras que la joven
guardaba celosamente. Ésa era la razón por la que Manuela Cuenca y Trillo no
gustaba de las tertulias ni de la actividad social. Para ella, escuchar la
pianola o los recitados eran horas perdidas. Su difícil mundo tenía un nombre
que bien sabía no podría pronunciar jamás en el seno de su familia. Eran, otros
tiempos, otras horas. . .
La rebeldía, fue simiente
en la sociedad porteña, no sólo de
importantes movimientos que hicieron trastabillar el orden institucional
impuesto por España, sino también, de grandes amores.
2013
Creo alguna vez te había ya comentado que éstos antiguos causaban mucha represión en la vida del prójimo con su afán de imponer su voluntad.
ResponderEliminarPienso que en la libertad todo florece mejor.
Comparto también ahora, Carlos, tus ideas al respecto. Gracias amigo por estar.
EliminarMe encantó el relato. Eran otros tiempos!
ResponderEliminarun abraxo!
Gracias Marilyn. Un abrazo,amigo.
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