“No me dejes ir” parecían clamar los ojos verdes del
muchacho universitario, remedando una canción romántica del
argentino-venezolano, Ricardo Montaner. Ella, aparentemente ensimismada con su
lectura, no había levantado la vista del grueso volumen. A él se le terminaba
el tiempo y tendría que marcharse. En pocos minutos más, comenzaría su clase.
Era ya la quinta vez que la encontraba en la Biblioteca Mayor, en el mismo
lugar, y desde la primera, le había resultado difícil quitar de su memoria la
imagen de aquella mujer con aspecto intelectual. Sus ojos, cuyo color no había
descubierto aún, se escondían tras unas modernas y enormes gafas con marco
color violeta que resaltaba su tez
blanca. Llevaba su pelo castaño claro y brillante, recogido en la nuca. Las connotaciones
de la desconocida confluían en el tipo femenino que ejercía inmediata atracción
sobre el joven. Ese día, comenzaba el
segundo semestre de una de las últimas materias y no llegaría tarde. A pesar de
la ostensible diferencia de edades, aquella mujer lo subyugaba
irremediablemente.
Nunca le habían gustado
las chiquilinas menores o de igual edad a la suya y, a pesar de ello desde poco
más de un mes construía una relación amorosa con una joven estudiante que le
agradaba sobremanera. La había conocido una noche de tormenta, al finalizar el
primer ciclo del año, cuando tuvo que llevarla hasta su casa en su viejo automóvil,
porque no lograron encontrar, a la salida de clases, ningún taxi desocupado.
Cumplido el plazo de permanencia
en la Biblioteca, sin recompensa alguna, el
estudiante se levantó con sumo cuidado de no hacer ruido. Observó por
última vez el brillo de esa larga mesa de nogal, lugar de recogimiento mental y
de reflexión, y se dirigió de prisa hacia la puerta enorme, con vidrios
facetados, que indicaba la salida. No se sentía culpable. No creía hacer nada
prohibido con desear a esa mujer que poco más, podría ser su madre. “De Arabela
todavía no se enamoraba profundamente”, se fue pensando. . .
La mujer lectora cerró rápidamente
el libraco que consultaba y, recogiendo sus pertenencias, se encaminó hacia el
mismo punto por donde había salido segundos antes, el joven.
Cuando el muchacho llegó
al aula-anfiteatro, abarcó las filas de asientos con su mirada y sólo divisó un
lugar en la cuarta, bastante cerca del piso, que gentilmente le había sido
reservado. Un aleteo de manos lo orientó y terminó sentándose junto a Arabela,
a quien dirigió una sonrisa tomándole la mano para observar en su reloj pulsera,
la hora.
_ ¿Están retrasados o me
parece a mí?
_ Creo que hay cambio de
profesor, así comentaron más temprano en Bedelía, contestó la muchacha.
Efectivamente, un cambio
de titular fue anunciado por el Bedel en ese instante. Debido a un problema de
salud del titular habría de hacerse cargo otro profesor mientras durase su convalecencia.
En medio del murmullo
que desató la noticia, Arabela se acercó a su compañero y le comentó:
_ No le digas a nadie,
pero el que viene es pariente mío.
_ ¡No me digas!, exclamó
el joven y podrías decirme quién es, preguntó casi angustiado, ya que un
pensamiento acosador, remotamente probable, le cruzó por su cabeza en ese
momento acelerándole el corazón. La comunicación entre ambos se cortó
abruptamente.
El aula quedó en
silencio de repente. Un elegante caballero de pelo gris ingresó y tomando su
lugar frente a la clase, se presentó dispuesto a iniciarla. Arabela escribió en
su cuaderno de apuntes: “Es mi papá”
Los ojos verdes del
estudiante se abrieron con sorpresa y luego se entrecerraron recordando a la
mujer de la biblioteca fugazmente. Se
sintió aliviado.
En los días subsiguientes,
no logró verla, a pesar que frecuentó la Biblioteca más que nunca, ya que su
vínculo con Arabela le exigía un compromiso de estudio mayor al acostumbrado.
Una tarde, cuando
caminaba apurado hacia el aula, casi tropieza al rosar con su hombro a una
mujer que marchaba en sentido contrario.
Sus miradas se encontraron
por un interminable momento, como si cada quien quisiese hurgar en el alma del
otro. Sobrevino la nerviosa disculpa del joven, y la mujer le dedicó la más dulce
e inolvidable de las sonrisas.
Retomaron la marcha, cada
cual por su lado. Él se fue pensando que “No comentaría con nadie la situación
vivida”.
Esa indescifrable
emoción que había experimentado ante la cercana presencia de aquella mujer, sería
su “secreto” de joven que prontamente
pasaría a ser un Licenciado formal, con una novia formal, en una comunidad
formal, en la que tales situaciones, no se digerían aún.
En su confortable
escritorio la mujer de la Biblioteca, tomaba café y escribía. Recordaba con
arrogancia adolescente el encuentro con el joven y el “chispotear” de sus miradas, como reconociendo ambos, una mínima
pérdida de control, como sabiendo ambos, que habían hecho algo que no debía ser
hecho. Sin embargo, lo había disfrutado ciertamente. Habría de ser un inocente
y agradable “secreto”, ése que le
recordaría épocas pasadas, de candorosos amores de estudiantes. Sonriente,
terminó de escribir la última invitación. El festejo de sus cincuenta y cinco años,
se acercaba.
2014
2014