Demorado en Basavilbaso



Horacio había aceptado  el puesto vacante de médico generalista en el moderno Hospital Regional de Concepción del Uruguay, importante e histórica ciudad entrerriana, cuna del Gral. Justo José de Urquiza, uno de los próceres más destacados de la Historia argentina, descollante en los años anteriores a la Constitución Nacional. Él, como buen nativo de la provincia siempre había tenido una simpatía singular por el prócer y para mejor, su lugar de trabajo llevaba su nombre. No lo olvidaría. Sabía que en su destino entraría en contacto con parte de esa historia en sus ratos libres. Antes de viajar, había releído algunos pasajes de aquélla, los que fueran objeto de estudio en sus años adolescentes, por ejemplo el nombre de la ciudad que había conjugado la palabra Uruguay proveniente de la lengua guaraní, cuyo significado más aceptado, pero no consensuado, es el que la traduce como río de los pájaros, con la segunda parte del nombre, que hace referencia al dogma católico de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Pero, “todo cambio exige adaptación”, pensaba. Sin embargo no iba hacia el fin del mundo y comprendía que, en unos quince días recorrería nuevamente la ruta para volver a Nogoyá. Se acomodó más rápido de lo que imaginaba en la ciudad, en las proximidades de la Plaza Ramírez, hermosa por sus tipas*blancas y negras, altas y frondosas. Todo le quedaba cerca, los museos, el primer colegio secundario del país de carácter laico y gratuito, creado en 1849 por Urquiza, la casa de éste, la imponente Basílica de Nuestra Señora de la Concepción, menos su lugar de trabajo. Pero eso no importaba. No tendría compromisos que cumplir, más que consigo mismo. Cuando arribó a la ciudad, era domingo y durante el trayecto lluvioso, tentado estuvo de entrar al Palacio San José, el que años atrás visitara con su esposa, no por los recuerdos precisamente, sino por su interés histórico, ya que pendientes, quedaron muchos, en aquella visita guiada, rodeado de turistas extranjeros que poco entendían de la muerte cruel que tuvo el General Urquiza. Prometió volver, ahora más que nunca. Seguramente tendría más tiempo libre. Ésa fue una de las razones por las que hubo de aceptar el ofrecimiento laboral, en la otra orilla, en Concepción, recostada sobre el majestuoso río Uruguay, mucho más transparente que su amado, revuelto y marrón río Paraná, al occidente.
Después de su impensada separación, quedó solo. Menos mal que de esa unión no habían quedado hijos. Era como ser soltero nuevamente, pero con una daga incrustada en el corazón. En Nogoyá estaban sus padres, hermanos y sus irremediables recuerdos.
La radio del auto bajaba y aumentaba su volumen según el punto cardinal que tomara la ruta. Ya casi anochecía y el alerta meteorológico anunciaba una importante tormenta eléctrica con posibilidad de fuerte granizo. Horacio decidió ganarle al meteoro y apuró el velocímetro aprovechando que la lluvia no llegaba y  pensando en sobrepasar el peligro. Desafortunadamente, al cabo de unos cuarenta kilómetros recorridos, las descargas eléctricas que iluminaba el cielo gris desplomándose sobre el campo ya oscuro y el retumbar de los truenos, lo llamaron a la prevención. Así fue que decidió detenerse en una vieja estación de servicios YPF en un pueblo no muy iluminado, ubicado sobre la ruta. Las descargas eléctricas habían afectado un transformador en la línea de media tensión que alimentaba a la población y por esa razón había sólo un sector con energía, le comentó un parroquiano que salía del bar. La mujer que lo atendía estaba presta a cerrarlo concluyendo su jornada laboral, adelantada por la tormenta que ya se desataba. Horacio le imploró que lo atendiera y dejara guarecerse en el lugar. La empleada se negó alegando que no le estaba permitido extender el horario, pero, como aliciente le indicó: “Mire, acaba de llegar la hija del dueño, pídale a ella, tal vez lo atienda”.
La joven, agitaba un manojo de llaves entre sus dedos y con cara de pocos amigos se acercó hasta donde estaba el médico. El chasquido de un rayo cercano y el retumbar del cielo a los siete segundos justos, la hizo sobresaltar. Horacio también se sobresaltó. Una sonrisa fue inevitable y suficiente. El pueblo se llamaba Basavilbaso. Blanca Stolerman escribía en una revista local sobre la historia de su ciudad.
Con esos temas, siempre muy cerca del pasado de la provincia en que vivía, Horacio  había iniciado  su conversación, estimulando a su interlocutora, frente a una humeante taza de café Express, mientras esperaban  que la tormenta amainase.
_ Mi padre me ha comentado haber leído que  Basavilbaso fue durante el siglo XIX un importante punto de  vigilancia y observación, de las milicias entrerrianas, por encontrarse en la cima de la cuchilla Grande, a unos 70msnm. ¿Es así, Blanca? Preguntó.
_ Efectivamente, así es, confirmó Blanca, y animada agregó otra información: Sabes, Horacio, a comienzos del siglo XX, se constituyó aquí, casi donde hoy se emplaza el ejido urbano de Basavilbaso, uno de los asentamientos de inmigrantes judíos  más importantes del país, de hecho nosotros somos descendientes de un pionero, pero para entonces ya existían pequeños grupos poblacionales dispersos, algunos eran italianos que vinieron a fines del siglo XIX, 1880 por ahí, a construir el ferrocarril y se quedaron. Luego llegaron alemanes del Volga y rusos, formando distintas colonias. También estaba, en lo que hoy es el casco céntrico de la ciudad, la Estancia de Don Manuel Basavilbaso.
_ Ah, respondió Horacio y re-preguntó con el último sorbo de café a la luz de un tenue relámpago: ¿y la ciudad lleva el nombre por Manuel Basavilbaso?
_ No precisamente, se apuró a decir Blanca, subiéndose el cierre de su chaqueta hasta el cuello, Manuel fue un bravo militar entrerriano nacido en Gualeguay y acérrimo seguidor y amigo del Gral. Urquiza. Él murió en 1866. Cuando se crea el nudo ferroviario (1887) del que saldrían ramales hacia los cuatro puntos cardinales: Paraná, Villaguay, Concordia y Rosario del Tala, Concepción y Gualeguaychú, a la altura de,  no recuerdo ahora el kilómetro, aclaró Blanca, ante la mirada expectante de Horacio, allí surge la Estación Gobernador Basavilbaso, en honor a quien se desempeñaba por entonces como gobernador de Entre Ríos (1887-1891), Clemente Basavilbaso, hijo de Manuel.
“Gracias” respondió Horacio, mirando a su interlocutora profundamente a los ojos en agradecimiento a su hospitalidad. Ella presurosa y algo incómoda al salirse de su contexto histórico, que a todas luces le apasionaba, puso fin a la conversación y prometió contarle al viajero algo más de la historia de Basavilbaso en otra oportunidad. La comunidad de intereses los había acercado, más que la ruidosa tormenta, la que para entonces marchaba para el NE y la noche resplandeciente de estrellas asomadas entre algunos nubarrones, invitaba a continuar el viaje hacia Concepción del Uruguay.
Luego de esa parada impuesta por el clima y trazada por el destino, siguieron otras, con días claros y tardecitas luminosas.
A los requerimientos telefónicos que muy temprano lo despertaban, todos los lunes, Horacio respondía con el mismo mensaje “Estoy demorado en Basavilbaso”
2012


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Comentarios

  1. que hermoso escrito
    denota la ocurrencia a veces de ese imprevisto que nos cambia los caminos por donde aparentemente nos dirigían nuestros seguros pasos...
    seguros de qué?
    eso me retrotrae a mi a mi antiguo lugar donde yo creía iba a jubilar , figúrate!
    y un día para otro debi salir a por mi vida y estar ahora donde estoy...
    y a seguir viendo y esperando
    que parece que a veces no se que me puede llegar desde la otra esquina...glup!

    se me hace que Horacio sigue aprendiendo...vamos! si la historia a veces es superinteresante

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    Respuestas
    1. ¡¿Te das cuenta, amiga, cómo es la vida? nos lleva y nos trae y nuestra voluntad poco hace. Un abrazo Meulén

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Alimento del alma

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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)