Amor en el bosque




Aquel sendero de arena conducía hasta la gruesa fila de eucaliptos para dar paso a los pinos, bajo cuyo follaje, la frescura reinaba. Antes de llegar a la playa había que recorrer unos quinientos metros de bosque en línea recta. Entonces, podía verse el mar azul hacia el cual, la joven marchaba apurada, esa tarde sin la compañía de sus hermanas y primos a quienes iba a alcanzar para darles una sorpresa. 

Se habían despedido en la casa. Jennifer iba a un pueblo cercano donde estaba vacacionando una ex compañera de estudio para pasar unos días con ella. Luego de la decisión, cambió de improviso el día de partida. 

En el trayecto buscó acortar camino tomando un sendero hecho por el paso de caballos, seguramente los que se alquilaban en la playa. Acalorada por el ritmo de su andar, buscó quitarse la camisa con la que se protegía del calor de la siesta y en un instante se vio sobre el suelo, de bruces. Había trastabillado al llevarse por delante la raíz saliente de una enredadera que trepaba por el tronco de un árbol. No pudo levantarse, el dolor la unía con la tierra húmeda. Tampoco supo cuánto tiempo pasó. La luz del sol cada vez más tenue se colaba entre las hojas. Sus pensamientos de esperanza se desvanecían y cobraban presencia los más oscuros.

Rompió en llanto. Esa queja llorosa lanzada sin tapujos al aire, que delataba desesperación alertó a alguien que pasaba no muy lejos de allí.

El joven no era un conocedor de la zona, peor aún, ostentaba desde su forma de vestir y accesorios portados, la categoría de turista.

La noche en ciernes no permitió a Jennifer descubrir la barba colorada, del muchacho con aspecto de extranjero, quien a pasos largos surgió desde los esbeltos y verdes ejemplares.

Cuando quiso auxiliarla tratando de erguirla, el grito de dolor de la joven lo asustó. Su pie continuaba enredado en la raíz. Con delicadeza, luego de cortar la traba de dura corteza, logró liberarla e incorporarla apoyándola en su mochila. Era evidente que Jennifer no podría caminar. Sin palabras, le dio un analgésico que sacó del bolsillo de su camisa y la cobijó con una manta, ésa que llevan los mochileros, enrollada y sujeta a su equipaje.

La luna curiosa se asomaba entre los árboles. Era imposible marchar de noche. El último analgésico de Fran había cumplido su ciclo y el dolor volvía. Atinó a darle un trago de la poca bebida alcohólica que llevaba y la acurrucó contra él. La muchacha se durmió. Al cabo de un buen rato, él también.

La mañana los descubrió con sus primeros brillos. Todo fue más fácil a la luz del sol. Tuvo que alzarla y llevarla entre sus brazos hasta la ruta, abandonando sus pertenencias.  Mientras caminaba sin hablar, ella, con la débil conciencia de que disponía, pudo sentir el palpitar apurado del corazón del muchacho. A su compás, fue cerrando sus ojos. Cuando volvió a abrirlos, el techo blanco de la sala del hospital la desorientó. Sentado a su lado, el pelirrojo (Fran), la miraba enternecido. El encuentro de ambos, en tan inesperadas circunstancias, había signado sus destinos. Sin siquiera sospecharlo, ambos habían resultado presos de la magia del bosque y el amor dejaría caer su semilla en sus corazones. De ahora en más, no habrían de separarse nunca.

2015


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Comentarios

  1. Estimada Zuni:¨

    Al leer esta historia de "dolor y amor" me llama la atención la fluidez con la que relatas: las palabras precisas, sin muchos rodeos y concretando cada detalle como para que no surjan las dudas.
    Una vez más queda demostrado que el amor nos sorprende hasta en las situaciones más confusas de la vida; nos asalta el corazón en le momento menos esperado y nos brinda la posibilidad de florecer pletóricos de vida a una primavera merecidamente feliz.
    Viva el amor y te dejo un abrazo escandinavo!

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  2. Gracias amiga Zuni por esta bonita historia. Un abrazote :)

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Alimento del alma

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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)