“Luna, luna, dónde estás, por qué no apareces este atardecer” se preguntaba en voz alta la jovencita apoyada en la baranda del balcón florido. La casa de sus abuelos en el campo guardaba muchos secretos. Sabía que si había luna, la noche estaría más clara y ella podría quedarse un rato después de cenar, y jugaría naipes con el hijo del administrador en la galería que daba al parque.
Había abandonado sobre la cama sus maletas y aún no se había dado una ducha, después del agotador viaje en tren desde la Capital; se disponía a hacerlo cuando su abuela entró en la habitación invitándola a una charla íntima.
Había abandonado sobre la cama sus maletas y aún no se había dado una ducha, después del agotador viaje en tren desde la Capital; se disponía a hacerlo cuando su abuela entró en la habitación invitándola a una charla íntima.
Luego de tomar un baño reconfortante, se acomodó en el
balcón orientado hacia la casa prohibida.
Desde allí, y con congoja por lo que le había contado su abuela se quedó
mirando la hilera de eucaliptos que se perdían en las sombras del ocaso.
Durante la cena estuvo callada y comió poco. Ante el
reclamo de su abuelo, acudió al argumento del cansancio para justificarse y a
las miradas cariñosas para convencerlo.
La recién llegada acababa de cumplir dieciseis años.
Había crecido al amparo de una tía soltera quien se ocupó de ella cuando sus
padres se separaron. Desde los cinco años de edad no volvió a ver a su padre.
Su madre se dedicó de lleno a su carrera de médica y la dejó al cuidado de su
hermana de crianza. Trabajaba en ayudas humanitarias en el extranjero y poco
pudo intervenir en la educación de su hija.
Era bonita y no se parecía a ninguno de sus padres.
Sus ojos oscuros resaltaban en su rostro ingenuo enmarcado por su cabello rubio
ensortijado.
Cada verano, en la casa de sus abuelos, su compañero
de juegos resultaba ser siempre Ernesto, el hijo del Administrador y ahora, le
habían prohibido visitar su casa y debería esquivarlo, hacer como que no lo
veía, según la recomendación de su abuela.
Con ocasión de su llegada, estuvieron invitados unos
parientes lejanos cuya hija era algunos meses menor que Dorotea.
Con ella, salieron a la galería de baldosones de
ladrillo, perfumada por los jazmines de la tremenda enredadera que prestaba su
sombra en las siestas de verano. La conversación con su medio prima sobre la
prohibición establecida, no disipó su curiosidad.
Una noche interminable sin luna le sirvió de consuelo.
A la mañana siguiente era otra persona. Había resuelto hablar con Ernesto o con
Braulio, su padre, a como diese lugar.
Aprovechando que su abuela estaba en la huerta con la
cocinera y que su abuelo, menos comprometido con la situación, tenía que
vacunar las vacas, corrió hasta el escritorio de Braulio y luego de saludarlo
indagó dónde estaba su amigo de la niñez.
Ernesto andaba a caballo por el campo. Era esbelto y
le llevaba tres años a Dorotea. Su mayor deseo era recibirse de veterinario,
pero recién en el año que finalizaría en pocos días, había comenzado sus
estudios universitarios.
Se alegró de verla, vino al trote a su encuentro y la
saludó con un beso en la mejilla. La joven se emocionó y abrazó al muchacho.
“Tenemos que hablar Ernesto, por favor”
Un papel de cuaderno amarillento sirvió de emisario
del lugar y hora en que se encontrarían.
Se cubrió con una manta tejida por su abuela para
protegerse de la brisa fresca que anunciaba una lejana tormenta y sentada en
uno de los sillones de estilo barroco heredados por su abuelo diseminados por
la galería, esperó a que todos se durmieran y esperó.
Ya casi amanecía cuando Ernesto y ella volvieron a sus
habitaciones.
Como en un ritual extraño, continuó parada en el
balcón de su dormitorio observando la oscura muralla de eucaliptos que parecían
tocar el cielo, todavía poco iluminado.
El joven tampoco sabía nada, pero se prometieron investigar
la situación.
Llegó la fiesta de año nuevo y todo fue revuelo en la
casona. Mucha gente del pueblo, invitada al festejo, llegó en automóvil y el
más deslumbrante fue el del Escribano medio pariente de Braulio, un Kaiser
Carabela rojo, modelo 1959 de fabricación nacional, de gran porte y confort.
“Una joya” para la época.
Ernesto y sus padres fueron invitados como todos los
años, esta vez, bajo las recomendaciones a su nieta por parte de la señora de
la casa.
Dorotea había hecho caso omiso a la prohibición de
intimar con Ernesto y a escondidas o a la luz del día, mantenía una relación de
amistad cada vez más íntima con el joven.
Después de medianoche, Ernesto aprovechó la alegría y
distensión del momento y pidió prestado al Escribano su auto nuevo, para dar
una vueltita y probarlo. Invitó públicamente a Dorotea y su abuelo dio el ok,
ante la mirada nerviosa de su esposa.
“Hasta la tranquera nomás”, atinó a balbucear, ésta.
Lo predecible ocurrió, el primer beso, apasionado,
dulce, mucho tiempo contenido, explotó entre ambos jóvenes, apenas Ernesto
apagó el motor del auto y acomodó su brazo sobre la espalda de Dorotea. El
verano fue testigo del romance inevitable.
Pero, siempre están esos oídos que escuchan tras las
puertas, y la relación pasó a ser conocida por la abuela casi cuando preparaban
el regreso de su nieta a la Capital.
El día llegó lleno de una romántica tristeza reflejada
en el rostro de la joven y en el ceño fruncido de Ernesto.
“No le gustan las despedidas”, se disculpó Braulio y
abrazó a la jovencita como si fuera una hija.
Ernesto había salido temprano, de prisa en su moto
Puma cuarta serie, rumbo al pueblo. En abril comenzaría a estudiar en la
Universidad de La Plata y tenía que reunirse con otros muchachos que también lo
harían, argumentó cuando se encontró con la abuela en el parque que separaba y
unía la casona de sus patrones con la suya propia.
Su abuelo primero, y su abuela después, se fundieron
en un largo abrazo. Mientras el hombre marchó hacia el galpón, que servía de
garaje para la familia, en busca de su última adquisición, una pick-up
Chevrolet, modelo 1956 que hacía furor entre los utilitarios de la época en el
país, la abuela invitó a Dorotea a caminar hasta la sombra de un nogal
corpulento.
Tomándola de las manos y con una insinuada sonrisa que
morigeraba la dureza de su mirada, pausadamente le reveló que sabía “todo” y
que estaba molesta por su acto de desobediencia. Compungida, Dorotea trató de
explicarle en vano.
Había llegado el momento de la revelación.
Dorotea se marchó sin sonrisa y con la mente perdida
en dudas, especulaciones y muchas preguntas sin respuesta. Le escribiría a su
madre.
Su abuela falleció cinco años más tarde en plena
lucidez de su vida.
Dorotea nunca envió carta alguna al extranjero.
En el funeral, Ernesto y la joven volvieron a
encontrarse; prometieron tomar un café para hablar sobre sus sentimientos,
alimentados por el contacto escrito al que no nunca renunciaron.
Cuando los días de luto y llanto pasaron, su abuelo
resignado con la muerte de su mujer, viajó a la Capital para ver a su nieta y
en un acto casi ceremonial le hizo entrega de una caja celosamente guardada,
primero por su hija y después por su esposa.
Cuando el anciano se despidió, luego de una breve
estada en casa de Dorotea, murmuró a su oído: “yo nunca creí lo que pensaba tu
abuela”.
Contra toda adversidad aquel amor nacido en el puro
ambiente del campo argentino, no se deshizo nunca.
Una mañana de sol, luminosa y primaveral del año 1999,
sirvió de marco al matrimonio de Dorotea y Ernesto, con muy pocos
presentes y en un Registro Civil
modesto. Los resultados de la prueba de ADN para verificar la paternidad de
ambos, les fueron favorables: No eran hermanos. “Lástima que la abuela no viviera
para saberlo”, pensó Dorotea mientras firmaba el acta de su casamiento; pero,
se consoló, “tal vez no lo hubiese entendido nunca”.
2016
Cuando el avance científico resuelve dudas y descubre verdades
Regreso con mas tiempo para leerlo,cariños.
ResponderEliminarBelo blog com interessante e importante conteúdo. Um verdadeiro relato sobre a vida.
ResponderEliminar