Pasó a su lado y la
saludó con un triste semblante, bajando la cabeza y rozando apenas el ala de su
sombrero. Furtivamente, dejó caer una violeta a los pies de la dama y siguió su
camino, saltando charcos sin pegar la vuelta, hasta que se perdió en la esquina
sin ochava. La joven se quedó mirándolo.
Un carruaje, de los
pocos que circulaban, lentamente comenzó a desplazarse por la calle anegada de tanta lluvia, salpicando
con barro su vestido de raso celeste. Inmutable, la dama hizo ademán de recoger
la pequeña flor. Para entonces, la voz áspera de su esposo la detuvo en el
intento. Acababa de terminar el horario de su función como Notario Público, y
tomándola del brazo la dirigió, posesivo, hacia el tablón de madera de barco
hundido por el que ascendieron a la calesa. El cochero jaló las riendas y
acompañados por el relincho jadeante de los caballos, marcharon con cierta
dificultad, rumbo a la casa marital. El hombre leía unos documentos, tras el
grueso vidrio de su monóculo.
La esposa, apoyada su
cabeza en la ventanilla del coche, contemplaba una Buenos Aires virreinal
envuelta en la bruma del riachuelo que la bordeaba.
No hizo comentario
alguno. Su pensamiento liberal arremetió contra las costumbres de la época. Condenó
a su padre y luego se persignó. Atrás, quedaba un sueño.
2014
Buen relato,cariños.
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