Gertrudis Horn, de
ascendencia alemana, tenía los ojos muy claros y una blonda cabellera que le
caía en cascada sobre su espalda hasta la cintura. Era la hora del domingo, ésa
que jóvenes y mayores esperan para dar un paseo o reunirse en amenas
tertulias en casa de familiares. En este pueblo tranquilo de la Provincia de
Misiones, uno de los lugares preferidos por los vecinos para recrearse antes de
ponerse el sol, era la plaza principal. Sombreada por altos y esbeltos pinos,
cedros, gravileas, coquitos y otras especies propias del NE del país, era una
bonita y cuidada plaza que ostentaba en su frente hacia la calle principal el
busto de tres héroes de la Historia Nacional: El Gral. Don José de San Martín,
el General Don Manuel Belgrano y el Comandante Andrés Guazurarí, más conocido
como Andresito, de origen guaraní.
Los padres, Gertrudis y
su hermano menor, salían siempre juntos: daban una o dos vueltas a la plaza y
tomaban un helado. Luego regresaban a su hogar.
El aire que venía del
puerto sobre el ancho río de aguas marrones, enviaba una frescura agradable y
necesaria. Era verano, y la única heladería céntrica, no daba abasto con los
pedidos. Había que esperar. Los padres y el niño fueron a formar fila en pos
del premio dominguero, mientras la jovencita prometía alcanzarlos enseguida,
luego de saludar a una compañera del secundario.
La tierra roja que
circundaba la populosa manzana dejaba su huella en los autos modernos,
alquilados por turistas o en los propios de los lugareños. El polvillo bermejo
se pegaba en las lunetas traseras sin impedir que circularan hacia la mina de
piedras semi-preciosas, distante unos pocos kilómetros de allí.
Los muchachones de más
de dieciocho años (porque a los menores les estaba prohibido por ley) bebían
cerveza bien helada y hacían "rancho aparte", lejos de las jovencitas
quinceañeras a quienes, más entrado el
sol, acosarían.
La triple frontera con
países hermanos estaba cerca y a la altura del pueblo, el río era el límite
natural con uno de ellos. La Policía misionera no descansaba, ni con la droga
que llegaba del Paraguay, ni con su propio flagelo: La Trata de personas.
Gertrudis, a sus
catorce años era toda una hermosa señorita.
Casi trastabilló al
comenzar a cruzar la calle ante el remolino rojo que la frenada inesperada
levantó. Alguien la tomó bruscamente del brazo introduciéndola en la camioneta.
La algarabía de los
juegos, paseos y conversaciones se vio sorprendida por un estruendoso ruido de
frenadas, aceleradas y gritos, conmocionando la tarde dominguera en la plaza
del lugar.
La responsable fue una
camioneta NISSAN, nueva y blanca que
rauda se llevó la tierra colorada pegada en sus vidrios y ruedas, junto con
aquella jovencita rubia.
El desconcierto y el
silencio se apoderaron de todos. La inmovilidad fijó a los padres a la acera.
No salían del asombro, mientras una palidez insana iba cubriendo sus rostros.
El primero en reaccionar fue alguien del grupo de muchachos, gritando:
"Tenemos que avisar a la policía"
Y así fue. Se
cumplieron los trámites de rigor que la situación imponía y no hubo más
consuelo para los Horn.
El tiempo no cura este
tipo de heridas, sólo las calma de a ratos. Sus padres continuarán esperando
que su hija aparezca; que algún día la Policía la retorne a su hogar.
La esperanza es lo
último que se pierde.
Mientras, la fotocopia
de su fotografía permanecerá pegada en
los vidrios de la Delegación de Prefectura Naval, en Gendarmería Nacional y en
la División Trata de Personas de la Policía.
Del destino de la niña,
mejor ni pensar. Se encoge el corazón de solo imaginarlo.
La realidad supera a la ficción: ( No pasa de moda)
ResponderEliminarTriste pero real. . .
ResponderEliminarAnte paisajes ante hermosos el corazón se regocija, el espíritu se enaltece y la atención se relaja. Sin embargo, las mentes oscuras con hábitos mafiosos están siempre presentes y no le permiten a la gran mayoría de las personas disfrutar de la paz, la seguridad y del amor humano que todos nos merecemos.
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