Desde el gran ventanal,
la joven mujer de manos nerviosas miraba el sol morir en el límite rojo del
mar. Algunas luces próximas a la costa, la distraían. Recordaba a Manuel
Palomino, ese hombre maduro, tan gentil, tan educado, tan ensimismado con su
profesión de práctico en el mar. Ningún buque de carga, menos un crucero
turístico, podría amarrar, si Manuel no daba las indicaciones necesarias para
entrar al puerto. Compartiendo avistajes apasionados en esa inmensa bahía de
aguas turquesas, se había enamorado de él. Sólo las ballenas que venían desde
muy lejos para aparearse o a parir sus crías, eran testigos del romance
impensado, surgido a pesar de la diferencia de edades entre ambos. Varios meses
habían transcurridos desde que el práctico partiera dejando una promesa en
oídos de ella. La ausencia le restaba fuerzas para sostenerse en la espera.
La noche avanzaba
oscura como tantas otras, cuando de pronto, una luz potente iluminó el cielo.
En realidad, eran tres luces hechas una, que proviniendo de la negrura,
cruzaron el éter ahogándose en el mar dormido. “Buen anuncio, Magdalena” dijo su madre y le dio la bendición de
las buenas noches.
El diario local de la
mañana siguiente distribuiría la noticia de un hecho nunca visto en la zona:
Tres estrellas fugaces habían caído en medio de la bahía. También, entre las
notas importantes del día, daría la bienvenida al práctico del puerto, quien
recuperado de una rara enfermedad, regresaba del exterior.
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