Cerca de mi cabaña, los encontré:
acurrucados, desnutridos y hambrientos. Seguramente esperaban a su mamá. Qué
pena me invadió. Estaba de vacaciones en Lagoa da Conceição* y cada vez que
regresaba de la playa "La Joaquina" me dedicaba a observar los movimientos de esta
peculiar familia. "Claro", me decía: "una madre sola, poco puede hacer". Descubrí que el padre era un ejemplar de alta sociedad, bien distinguido, sin penurias de ningún tipo. Solía visitarlos cuando recorría las calles de Lagoa, orondo, con su traje
impecable de color canela. Ella, delgada, de grandes ojos verdes, sencillamente
ataviada, siempre con su traje gris a rayas, hacía lo que podía por criar a sus pequeños, dos de ojos celestes por
herencia paterna, el tercero con los ojos de la mamá. Después de tres o cuatro días, ya no estaban tan recelosos,
creo que me aceptaban. Aquel atardecer tranquilo que marcaba el regreso a mi país, los miré con amor y les hablé con ternura. Creo que
lo advirtieron. Sin embargo, no
entendieron mi lengua. Ellos eran brasileños. Pedí permiso a su madre y les
tomé una foto. Nada más.
2011
Historias felinas
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