Sobre el escenario, tenuemente iluminado de aquel club nocturno, un hombre alto, pelirrojo y de encantador porte se contorneaba al compás de los acordes de jazz arrancados a su saxofón.
Era un artista del instrumento, además de compositor. Desde hacía algunos años
llevaba una vida bohemia. Un pequeño apartamento en el último piso de un
edificio de seis, antiguo, propio de la arquitectura romántica de comienzos del
siglo XX era su accogliente refugio.
Los primeros veinticinco años de su vida los había pasado en Italia, cerca de
Firenze, trabajando junto a su padre en el cultivo de olivares.
El artista era fruto de una unión
casi inexplicable entre una inglesa de Newcastle, acostumbrada a deleitarse por
las tardes con la bruma azul-grisácea del Canal de la Mancha y un alto, moreno
y fuerte italiano de la región de Toscana, propietario de una fértil campiña
donde los olivos crecían con placidez. Un deseo propio de la edad habría de
trasladar a Robert Rossetti hasta un mundo ignoto para él.
Lá, donde vivía un primo que
reclamaba su compañía, en medio de tan cosmopolita ciudad, una de las más
densamente pobladas del mundo: San Pablo, en Brasil, el gigante verde, habría
de recalar el joven. El contraste de ambientes fue casi brutal para Robert, pero
se adaptó. Aprendió un portugués brasilero rudimentario y al poco tiempo de su
llegada se casó con una uruguaya de Tacuarembó quien le enseño el español. Sus
expresiones verbales eran prácticamente desconcertantes ya que fluían
musicalmente en una agradable nueva lengua, mixtura de tres, provenientes del
mismo tronco latino. Con su esposa no pudieron darse el lujo de tener hijos, ya
que vivían en casa de Luca, el primo, quien les pagaba unos pocos reales por la
ayuda de ambos en la fábrica de pastas que regenteaba y que a gatas rendía para
sobrevivir. Sin embargo, Robert y la uruguaya, algo ahorraban contra viento y
marea. La primera y última discusión que mantuvo el matrimonio fue a los siete
años de la unión, cuando una tarde, Robert, rebosante de alegría llegó a casa
con un saxofón dorado y brillante en el que acababa de invertir todos los
ahorros de la pareja. Con un drástico “Le has quitado el techo a tus hijos” la
mujer se marchó acompañada de sus pocos bártulos, sintiéndose estafada e
incomprendida. Robert no pudo detenerla. “Tal vez no debió salir nunca de
Tacuarembó”, pensó, sintiéndose también incomprendido y abandonado. Ese día
Robert Rossetti le dijo adiós al amor formal con proyección de futuro. Después
de tomar clases con un norteamericano de raza negra que vivía en Vila
Leopoldina, bastante lejos del barrio Santa Cecilia, donde lo hacía el
anglo-italiano, éste logró descubrir y explorar su veta musical artística.
Terminados sus primeros estudios, comenzó a dar sus primeros pasos con el instrumento,
pero debería continuar aprendiendo si quería progresar. Así, en el poco tiempo
que restaba de su trabajo, lenta y concienzudamente fue avanzando: aprendió
escalas mayores y menores, las doce, arpegios, paterns, escalas de blues, temas
y estándar de jazz, adquiriendo de esta forma el estilo que prefería. Años con
el maestro de saxo, quien decía haber conocido personalmente a B.B King, le
infundieron el gusto por el Blues, aunque él prefería el jazz. “El aprendizaje
será veloz y dinámico si sigues los consejos de tu profesor de saxo. Tienes que
dedicarle al menos una hora diaria a la práctica de los ejercicios”, eran las
palabras del anciano que quedaban flotando en su cabeza, cuando terminaba la
clase.
Comenzó a tocar jazz y blues en
la pizzería que Luca terminaba de inaugurar, pero luego tuvo que ejecutar
alguna balada y algo de bossa nova hasta llegaron a pedirle un mambo y corrió
hasta su maestro para obtener la partitura.
Más tarde el pelirrojo
saxofonista de la nariz perfecta, como alguna admiradora lo había definido,
comenzó a viajar a distintos puntos del país, especialmente por las playas, en
verano. El lugar que lo hubo de atrapar fue Florianópolis, una inmensa isla al
sur de Brasil, próxima a Uruguay y a Argentina.
Por entonces “Floripa” como la
llaman los brasileros, era el boom del turismo extranjero. El Club nocturno
donde tocaba Robert siempre contaba con visitantes de distintas partes del
mundo. En los meses estivales pululaban los argentinos.
Terminada la demanda fuerte de la
temporada, Robert regresaba a Sao Paulo para darle un respiro a su primo que,
de esta forma podía tomarse unos días de vacaciones con su familia. Como buen
“tano” desconfiado, no le dejaba el negocio a nadie que no fuera Robert. Uno
que otro sábado tocaba el saxo en la Pizzería hasta que regresara Luca.
Robert Rossetti había sobrepasado
en siete años la barrera de los cuarenta, sin mujer ni descendencia, pero con
varios amoríos en su haber.
Su cansado corazón palpitaba y
sus apasionados sentimientos asomaban al mundo exterior, sólo cuando su saxo se
hacía escuchar.
Ese verano de 2002 tocaba todas
las noches en un elegante Pub floridense. Era parte de su presentación,
alternar con los asistentes en sus mesas durante el tiempo del intermedio. Una
joven del lugar, sensualmente ataviada repartía papelitos y bolígrafos para que
cada uno, si lo deseaba, escribiese el tema que el artista interpretaría en la
segunda parte del espectáculo, aclarando el número de mesa. De la cantidad
total de papelitos, Robert extraía solamente tres y complacía al público con su
pedido, ejecutándolos como broche de oro de la función. Cuando iba a
interpretar el último tema escogido, el saxofonista miraba siempre hacia la
mesa que lo solicitara y en ademán de dedicatoria, lo iniciaba.
Esta vez, fue distinta. Fue un
momento crucial en la vida de Robert Rossetti. A pesar de la penumbra del
salón, la tenue luz que iluminaba la mesa 38, le permitió divisar los ojos más
hermosos y más tristes que jamás hubiese visto y con una sensibilidad especial
tocó aquella noche “Con su blanca palidez” Terminado el espectáculo, el
saxofonista se dirigió hacia la mesa, donde dos mujeres bebían el último sorbo
de sus copas.
Consuelo y María Luisa habían
iniciado, veinte días atrás, un tour por el sur de Brasil y les restaban tres
días en la isla, aún. María Luisa era una dulce mujer, soltera, amiga de verdad
y buena compañera de viaje, con una historia de amores contrariados a su
espalda, por lo que su soltería terminaba protegiéndola.
Acompañaba a Consuelo en sus
primeras vacaciones después de tres años de separación.
Nadie hubiese dicho que su
matrimonio no era feliz. Ciertamente lo fue en sus comienzos, pero después de
siete años de abordar distintos tratamientos para poder quedar embarazada, la convivencia
comenzó a deteriorarse a pasos agigantados, especialmente después de su
negativa a la propuesta de su esposo: alquilar un vientre en EE. UU. El
divorcio sobrevino casi naturalmente, porque si por algo se habían casado
Consuelo y Eugenio, era para fundar una familia y según él, para tener muchos
hijos los que ya llevaban siete años de retraso.
En el tiempo de separación,
Eugenio tuvo la dicha de tener dos hermosos varones con su nueva mujer.
La depresión cundió en la vida de
Consuelo, pero afortunadamente logró deshacerse de ella al cabo de cierto
tiempo de tratamiento psiquiátrico y psicológico. Ahora quería vivir, sin
apuro, disfrutando cada momento en el afán de compensar todo lo que había
sufrido en su frustrado matrimonio y qué mejor que la compañía de una
incondicional amiga como María Luisa.
Consuelo siempre se había sentido
atraída por el saxofón. Amaba a Fausto Papetti. De adolescente planteó aprender
a tocarlo por lo cual fue tildada de extraña por sus padres, quienes
consideraban que dicho instrumento no era propio de señoritas. Estudiaría,
piano, pues.
“Buenas noches”, dijo el
saxofonista pelirrojo, vestido de negro y las mujeres contestaron al unísono.
Consuelo había bajado la mirada cuando se encontró con los ojos color de miel
de Robert. Se sintió incómoda, temerosa, como una jovencita inexperta. La garganta
se le secó y no pudo articular palabra. Ese hombre peculiar y su actitud, la
había perturbado. María Luisa, que bien la conocía, tomó la delantera e inició
una amigable charla con el artista, sin embargo, éste sólo tenía ojos para su
amiga.
Después de una agradable
conversación, en la que Consuelo hizo algunos escasos aportes, al despedirse
Robert las invitó a una excursión marítima para ver “os golfinhos” (delfines) y
luego almorzar en el moderno Restaurante emplazado en un viejo fuerte portugués.
María Luisa tenía planes
personales los que, anteriormente, hubo de comunicar a su amiga, por lo que
gentilmente declinó la invitación e insistió para que Consuelo aceptara.
Como el destino lo había
diseñado, hicieron la excursión, conversaron, tomaron fotografías e intentaron
conocerse. En algunas facetas de sus personalidades se sintieron el uno para el
otro. Los encastres de sus vidas coincidieron y lograron ensamblarse en apenas
horas del tiempo convencional. Para cuando llegó la tarde ya se había
establecido entre ellos una unidad de pensamiento. Las emociones que nacieron
en ambos fueron pasionales y la sorpresa de Consuelo la abrasaba como el sol
del mediodía de un cálido Janeiro. No lograba reconocerse en ese cúmulo de
sentimientos al que había ingresado a través de los ojos del saxofonista.
Una fuerte atracción se apoderó
de ellos y los acompañó.
La capelina que llevaba Consuelo
casi resulta arrebatada por el viento del mar, de no ser por el gesto rápido de
Robert que la alcanzó con su mano, forzando un acercamiento impensado que lo
arrastró hasta el pecho palpitante de la mujer. La tentación de unir sus bocas
fue más fuerte que sus normas y se besaron largamente. Continuaron el paseo en silencio y con la
mirada hundida en el mar azul de la bahía.
Esa noche mientras tocaba su saxo
no dejó de mirarla. Consuelo se sonrojaba con un rubor maduro rescatado de un
mundo hasta entonces perdido.
Después de su actuación, Robert
la invitó a bailar. Bailaron muy juntos, pegados.
María Luisa, bendecida celestina,
avisó a Consuelo que debería quedarse dos días más sola, ya que visitaría a
unos parientes lejanos que vivían en Sao Francisco do Sul.
No podía desaprovechar esa
oportunidad de repetir los momentos vividos con el pelirrojo saxofonista,
pensó. En pocos días más cumpliría sus
cuarenta y dos años, edad mágica en la mujer, según leyó en algún texto alguna
vez. También pensaba que esta aventura sería pasajera, no tendría futuro, por
lo que siguiendo los consejos de su amiga debería vivirla en toda su
intensidad. Después “¿Quién le quitaría lo bailado?”
La noche siguiente igualmente que
la anterior, estaría sola y las miradas del saxofonista la seguirían
ruborizando. También volverían a bailar apretados.
A Robert le subyugaba la música
suave de la bossa nova y alguna española romántica que seguían a su actuación,
casi en los albores del otro día.
Suavemente la fue guiando en
medio de otras parejas hasta el fondo del salón en un inteligente
desplazamiento. Trasponiendo el cortinado bordeaux
había un pasillo corto que terminaba en una especie de camerino al que entraron
sin separarse. Sobre una mesa pequeña descansaba el saxofón, ya enfundado. Al
tiempo que la besaba, tiernamente, la apoyó contra la pared de madera y en un
certero movimiento levantó su falda. Una mistura de emociones, olores, palabras
entrecortadas, y mil sensaciones más, los envolvió. Fue suficiente.
No habían dejado de comunicarse
en los cuatro meses que sucedieron a aquella noche. Cada cual debería organizar
su vida para volver a estar juntos.
El llamado telefónico que
precedió a la noticia lo puso nervioso. María Luisa no había llamado nunca.
Tomó el tubo del viejo teléfono instalado años atrás en su departamento y
escuchó las novedades. Se quedó con las últimas palabras de la amiga: “Te
necesita”.
Dejó el teléfono descolgado, con
la cabeza gacha y sus pensamientos girando a su alrededor, se desplomó en la
poltrona roja y lloró.
Fue el momento más impactante de
su vida. Hubiese querido tenerla cerca, abrazarla, besarla. La necesitaba. Lo
necesitaban. Presto, se dirigió al aeropuerto y buscó el primer vuelo hacia
Argentina.
Luego de cumplir con los trámites
aeroportuarios de rigor, entró en el free-shop y compró el más bonito peluche y
el perfume preferido de Consuelo.
Sumergido en las nubes sonrosadas
del atardecer que rodeaban la aeronave, con una sonrisa en los labios, se
durmió.
Una villa serena y austera,
próxima al Océano Atlántico, con extensas playas que recordaban las de Saint
Exupéry, sería el lugar elegido para que vivieran los tres.
Actualizado y reeditado en
2015
Cuando los destinos se cruzan. . .
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