Flagelo



Elena Torralba no era mujer de ocultar ningún sentimiento a pesar de sus escasos años. Había creído en el amor y forjado sueños.

Para su desgracia, la vida con aquel hombre le resultó una cachetada: humillada con palabras, torturada con hechos, asediada con miradas y pensamientos, así, pasaba sus días. En suma, una mujer maltratada sin el porqué resuelto.

La violencia la había acompañado desde pequeña y, la que soportada con Él ya no tenía límites. Todas sus vecinas lo sabían. Siempre le recomendaron que hiciera las denuncias correspondientes.

Elena siempre aseguraba que las formularía, pero nunca se animaba, hasta que una mañana acudió a un Centro de asistencia en el barrio mismo, que se ocupaba de la mujer víctima del delito y desde entonces se propuso seguir las indicaciones de la Psicóloga y de la Trabajadora social. Volvió varias veces y más tarde decayó otra vez.

Una de sus vecinas se preocupó realmente ya que las facciones, el carácter y la expresión de la joven mujer denotaban un gran sufrimiento.

A duras penas, presa del terror a la represalia, fue al Departamento de Policía y contó al sumariante todo lo que le sucedía. El empleado policial trató de disuadirla diciéndole que en la vida privada siempre ocurrían discusiones entre los esposos y la aconsejó que volviera a su casa y hablara con su marido. Desilusionada, Elena tomó una decisión: Les escribiría a sus hermanos.

Entre la espera y la sinrazón de la violencia de su esposo, el mes que tardarían sus parientes en llegar le resultó eterno.

Esa noche, su esposo como de costumbre estaba malhumorado y borracho.

Exigió la comida a gritos, golpeando la mesa, vociferando improperios y maldiciones, sin advertir desde la penumbra de la precaria casa, iluminada apenas, dos figuras corpulentas forjadas a puro hachar quebracho. Ambos hermanos emergieron en silencio y se acercaron al hombre que continuaba gritando. “Hola, Juan, dijo uno de ellos.”

La mañana siguiente, Elena Torralba y sus hermanos partían hacia el Chaco. La vecina que más la quería se acercó a convidarlos con un pan casero recién horneado y allí se enteró de todo: Juan, tras la conversación con sus cuñados se había marchado del barrio y había prometido nunca más volver, asegurando que Elena lo tenía harto. Ella se quedaría un buen tiempo con su familia en el Norte del país.

“Todo terminó resolviéndose de la mejor manera”, pensó la vecina. “Qué suerte que el desgraciado se fue, los hermanos lo deben haber asustado”, redondeó mientras saludaba a los Torralba que subidos a un taxi emprendían el regreso con su hermana.

La humilde vivienda no se alquiló más. Su propietario decidió venderla y a un precio tan razonable, que el yerno de aquella vecina de Elena Torralba se entusiasmó para comprarla y refaccionarla. Ni más ni menos, así ocurrió.

Era verano. Faltaba poco para completar la precaria refacción de la casa. El yerno estaba picando la tierra seca del patio con una azada y, sintió algo duro. Cavó más y desenterró un hacha.

“¡Suegra!”, llamó. “Venga, mire esto”.

“¡Un hacha!” exclamó la mujer, balbuceando. “¡Ah, sí!, recuerdo, a Elena la asustaba y con el loco del marido que tenía, seguro la debe haber enterrado por miedo, agregó la mujer, lo más convincente posible.

“Sí, claro” contestó el yerno y continuó picando la tierra.

“Pero yerno, no trabaje más. Esa tierra es muy seca, no le crecerá nada. Mejor hágase un patio de cemento y póngale algunas macetas, total es bastante chico” argumentó.

“Sabe que tiene razón, Doñita. ¿Y si le pongo baldosas?”, contestó el hombre entusiasmado con la sugerencia.

“Buena idea”, repuso la vecina compasiva y se marchó rápido con el corazón galopante, acompañada de un nerviosismo reprimido fundado en una tibia sospecha que siempre tuvo y que ahora le quemaba el alma.

2013

 (Mejorado 2020)

Por ellas




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Alimento del alma

Alimento del alma
Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)